jueves, febrero 22, 2007

El manzano

Había una vez un viejo manzano, robusto, reclinado y solitario que, por haber crecido ya el calor y los días, se encontraba cargado de fruta.
Un joven goloso que paseaba se acercó al árbol y lo inspeccionó, rodeándolo con pasos cortos. En una repentina resolución, saltó a la base del tronco y, aprovechando las concavidades, trepó hasta las primeras ramas. Reptaba por la gruesa extensión, al tiempo que se llenaba las ropas de manzanas pequeñas y agrias.
Justo antes de descender, alzó la vista y vio las manzanas rojas y brillantes, dulces y maduras, suspendidas en el ramaje superior. Pero, por ser estas últimas ramas finas, quebradizas, el muchacho determinó que sería mejor contentarse con su modesto botín que arriesgarse a una caída.
Bajó, se sentó protegido del ángulo de luz y masticó las frutas, chupando el zumo ácido con rostro torcido. A cada mordisco, pensaba en las manzanas enormepesadas que había dejado atrás.
Un cuervo desplegó sus alas e inició el vuelo a las ramas más altas como una sombra. Picoteó la fruta durante largo tiempo y luego se marchó, satisfecho de su festín, con un graznido naranja.
El muchacho miraba hambriento y resignado, mientras fantaseaba con qué bueno sería haber nacido cuervo. Sin embargo, pronto abrió su boca de tigre y se rio de tal pensamiento:
-Los hombres no pueden volar... esa es nuestra condición. No tenemos alas.
Se levantó y alejó con zancadas firmes y respiración profunda, reflexiva. No oyó cómo una gran manzana roja caía del árbol: seguido de un ruido crujiente, un gusano se retorció para contemplar el horizonte de hierbas que se inclinaban o doblaban cortésmente, como en esos bailes donde las princesas resplandecen por encima de los soldados con espada.