miércoles, enero 10, 2007

Balazos líricos

El cine bélico es una oportunidad única para demostrar o, más bien, mostrar, lo que de humanos tenemos y que surge, precisamente, en las situaciones límite que nacen de las guerras. Es por esto que desde siempre he tenido un cierto aprecio por este género de películas.

Además, con el paso de los años y las innovaciones técnicas, el reflejo, por otro lado, de las grandes batallas históricas, se ha ido haciendo más fiel y más vibrante. Es el caso del desembarco de Normandía en “Salvar al soldado Ryan” o el ataque a la base estadounidense en “Pearl Harbor”, en los que te metes de lleno en la lucha gracias a esa misma fidelidad lograda a través de la tecnología.

No obstante, estos dos últimos títulos carecen de interior, están vacíos. No se aprovechan de la ocasión de ahondar en los personajes estando en crisis, de profundizar psicológicamente en su dolor o en su resistencia. “Salvar al soldado Ryan” acaba a los 25 minutos de iniciarse –siempre se dice de Spielbierg que sobra algo de metraje en sus películas: aquí sobra todo el resto- y “Pearl Harbor” nunca comienza.

Por eso, justo antes de empezar a ver “Banderas de nuestros padres”, aparecía la duda de qué vendría delante en aquella pantalla. Es más, las dos últimas películas de Eastwood, “Mystic River” y “Million Dollar Baby”, me habían causado una gran impresión y podían condicionar todo lo que sintiese acerca de ella. Y el resultado fue sorprendente.



El duro Clint apostó por algo que nadie o casi nadie se esperaba, y eso le dio alas y originalidad: no se trata de un film patriótico, ni siquiera de uno que siga una línea antiamericanista. Más bien, todo lo contrario, lo político es tomado en su vertiente global.

Es decir, el tema es, en cierto modo, la manipulación de una sociedad desconfiada y desquiciada. El valor de una imagen estática como símbolo y, al final, como semilla de la esperanza, marca la trayectoria de los personajes. Y esta orientación permite, además, múltiples visiones. La de los protagonistas, por ejemplo, es, quizá, la más interesante: vemos cómo una mentira los arrastra y los vacía, cómo pasan de ser unos a otros, cuando en su interior saben qué son en verdad. Enfrentarse a una mentira, al concepto de héroe cuando no lo sientes, puede destruirte.

Pero se puede ir más allá. Así, alargando la dirección del argumento, la película es todavía más valiente: si hacemos planetaria esta historia, nos damos cuenta de qué somos en realidad. Nos vemos huecos y, cuanto más huecos, más títeres. Descubrimos que las Administraciones tienen cada vez más hilos y más fuertes y también vemos, finalmente, qué papel jugamos en sus tablados. Y esto, tal y como está el presente, es una apuesta arriesgada, pero que se agradece.

Ahora bien, en conjunto, a pesar de los evidentes logros de guión, dirección y técnica –la batalla de Iwo Jima es única-, algo le falta a la cinta, algo de emoción o, rozando la pedantería, de poesía, porque, a fin de cuentas, no acabas de entrar en la línea personal de los personajes, en su sufrimientos.

Entonces empiezan las comparaciones, y la mía es con “La delgada línea roja”. Es una película que ha recibido críticas despiadadas y sobre la que se ha colocado, en mi opinión, una mancha de injusticia, pero el tiempo le dará su verdadera medida. La considero mi película bélica preferida –por encima, incluso, de “La chaqueta metálica” o “Apocalypsis Now”- y una de las que más me ha influido en los últimos años. Y no creo que esta adopción sea exagerada.

A través de las reflexiones del protagonista Witt, y su antagonista interpretado por Nolte, viajamos como por un espejo con el que queremos mirarnos más y más dentro. De este modo, aparece todo el absurdo del ser humano: la crueldad, la tendencia a la autodestrucción, la naturaleza que se mata a sí misma y la estupidez de la propia guerra, con una metáfora genial en la colina. Pero también una luz de pureza, enfocada hacia el pueblo de niños de una tribu indígena, que representa un estadio original inocente del hombre, como un Paraíso despojado de todo contenido religioso, que hemos perdido por nuestra avaricia y nuestros pecados.

En este sentido, “La delgada línea roja” es una obra maestra que huye de los tópicos bélicos como el patriotismo –no hay ni una sola bandera, ni estadounidense ni japonesa- para buscar algo más intimista y lírico. Y, gracias a Terrence Malick, lo consigue, por eso se te clavan dentro las frases de Witt:
¿Qué significa esta guerra en el corazón de la naturaleza? ¿Por qué la naturaleza lucha con ella misma? Esta terrible crueldad, ¿de dónde sale? ¿Cómo ha arraigado en el mundo? ¿De qué semilla, de qué arraigo ha nacido? ¿Y de quién es obra? ¿Quién nos mata?



Desde este punto de vista, tal vez juzgue erróneamente a “Banderas de nuestros padres” porque tal vez sea erróneo compararla con una película con la que apenas tiene que ver como “La delgada línea roja”. Pero es innegable, y lo veréis, esa sensación de cierta desilusión con que nos abandona Eastwood al final de la película, cuando sales del cine y te das cuenta de que algo que esperabas ansiosamente no ha aparecido en esas dos horas.

Quizá un verso.