jueves, enero 04, 2007

Nuestra propia música

A finales del siglo XVIII, concretamente en 1787, un vividor y gran amigo de Casanova, Lorenzo da Ponte, volvió a reunirse con Mozart para crear otra obra maestra de la ópera después de “Las bodas de Fígaro”. Se trataba de una nueva revisión del mito de Don Juan, que en este caso se llamó “Don Giovanni ossia il disoluto punito”.

Se contaba recurrentemente una historia en la que, con la sombra de la caída al infierno del propio protagonista, se moralizaba acerca del “¡Este es el fin del que obra mal!” del coro final. No obstante, la composición abarca múltiples puntos de vista que es necesario no olvidar o, simplemente, no dejar pasar.

Tal oportunidad no la desaprovechó Kierkegaard, filósofo danés que tuvo la afortunada idea de pensar que los debates entre racionalistas y empiristas eran estúpidos y vacíos y que lo que valía la pena dentro de la filosofía era estudiar definitivamente al hombre. El hombre, y su vida, de la que él extraía tres estadios vitales: estético, ético y religioso.

La primera de estas posadas, la estética, está marcada por la impronta del goce, el placer físico del romántico y, por extensión, del seductor o esteta amoroso, quien vive en un continuo y mudable presente erótico para el que no necesita ninguna preparación, ningún motivo, ningún tiempo.

Esto nos conduce directamente al “Don Giovanni”, porque es el mito que mejor representa la emisión erótica, la seducción y la conquista o sustracción de momentos a otro ser, es decir, la depredación sexual. Y si, por ende, a la creación de un personaje literario, le añadimos una composición musical fiel, podemos lograr una inmersión en pensamientos todavía más profundos.

Por ejemplo, las victorias sensuales de Don Juan son un continuo de fugacidades, de pequeñas memorias que se apagan y donde la palabra, cargada de fuerza triunfadora, acaba por desaparecer. Es más, el propio conquistador podría no existir si no se hubiese fijado al catálogo en el que se inscribían los nombres de las 2.065 mujeres a las que había cautivado.

En este sentido, la música cumple el papel de espejo a la perfección: todo seductor y, ampliando, todo ser humano es, en parte, una simple nota musical que se consuma en el “eterno desaparecer” del placer, que también podemos expresar como pasión o incluso sentimiento.


Por eso, el motor humano confiere sentido a la propia creación musical, y viceversa. Esto es, comprendamos la existencia como un silencio, un principio de obra en el que el director, suspendido sobre un extraño vacío y armado con su batuta, está a punto de marcar la primera nota de la sinfonía. La vida, como el teatro sin público, se va a convertir en el espacio donde resonará el cuerpo de notas que marcará nuestra mortalidad o nuestra inmortalidad.

No somos una esencia, tan sólo empezamos a ser cuando sonamos, cuando nos entregamos a esas notas musicales del sentimiento que desaparece continuamente o eternamente se renueva. El pensamiento, la razón o el pentagrama, por sí solo, es un bemol monótono y, más allá, una especie de prisión. La belleza de la ópera está en la pasión, en romper las reglas y desarmarse en un grito atronador.

¿Qué es lo que marca el desafío al tiempo de una gran pieza musical? ¿Por qué Mozart está todavía vivo? Eso es a lo que deseamos llegar y ahora parece abrírsenos una metáfora: debemos crear nuestra propia música, pero una música que vuele desde el pentagrama y suene tan fuerte que atraviese las paredes de nuestro mismo teatro, que se escuche fuera y haga temblar.


Por supuesto, no podemos reducirnos a la realidad, a lo que la rueda de la Historia marca como imborrable. El sentido de nuestra aria personal lo construye o lo destruye todo, y a su ritmo nos sometemos. Si todo comienza verdaderamente con el movimiento de la batuta, lo que lo siga dependerá únicamente el espíritu del teatro. Así, y sólo así, lo que nos rodea tomará la forma de nuestro propio Allegro Assai y seguirá resonando siempre, porque el eco es aparecer donde es posible la música, y la música es infinita.