martes, noviembre 27, 2007

Sentido común

Nada hay más sencillo para equivocarse que abrir la boca. Dar tu opinión es el camino más rápido hacia la marginación, pero supongo que muchas de las cosas que hacemos no valdrían tanto la pena si no desembocasen en el debate.

Hace unas semanas tuve un preludio de discusión acerca de todo este asunto del velo en las escuelas, la simbología religiosa, el laicismo, etc. Reconozco que en ese momento no tenía argumentos para debatir y mi interlocutor pasó por encima de mí lento pero aplastante como una apisonadora.

Sin embargo, una de estas noches me desperté intelectualmente sobresaltado, con ese tipo de agitación que te lleva a levantarte de la cama y a pasear por la habitación, hablando incluso en voz alta contigo mismo. El tema del velo me había sacado del sueño y las argumentaciones se agolpaban una a una en mi cerebro, saliendo finalmente como un torrente de pensamiento sin cotas que es la verdad surreal que nos acecha cuando abrimos los ojos en la oscuridad.

Ahora, fríamente, intento darle una forma más lógica. En mi opinión, todo lo que concierne al caso del pañuelo debería estudiarse desde el punto de vista del sentido común, no desde el de la ideología, la religión o las instituciones. Esto ayudaría a evitar acaloramientos e insultos, además de la enésima disputa política.

Como un analfabeto o un niño pienso: ¿qué problema hay en que una chica decida llevar un pañuelo a clase? Evidentemente, para un analfabeto o un niño como yo, plantearse esta cuestión resulta ya, en primer término, estúpido. Mas, por supuesto, se supone que no debo discutir como un pequeño caprichoso, que necesito posicionarme.

Existe un derecho universal que es el de la educación, el de que todos los jóvenes tienen derecho a recibir una formación sin que nada ni nadie pueda, en teoría, impedirlo, la prácitca sería otro cantar. Imaginemos una clase de secundaria, con veinte alumnos y, entre ellos, dos chicas que llevan un pañuelo en la cabeza. Y ahora apliquemos el derecho universal antes mencionado: ¿el hecho de que alguien lleve cubierto el pelo impide que el profesor dé la clase, que los estudiantes reciban la lección? ¿Acaso el pañuelo tapa la boca del docente o los oídos de cuantos le están escuchando? Superficialmente, a mí me parece que un pañuelo es un pañuelo, después de todo.






Estrechemos el espectro legal de la situación. España es un país laico y, por lo tanto, sus instituciones deben serlo. Las escuelas, los institutos, no pueden contener simbología religiosa, y eso es lo que lleva a algunos a pensar que el pañuelo debería ser prohibido en tales espacios. No obstante, los que así opinan olvidan un aspecto esencial: la distinción entre institución e individuo. ¿Que una persona lleve un pañuelo o un crucifijo hace ilegal a la escuela? No, en ese caso estamos hablando de una persona religiosa, no de una institución religiosa. Es el individuo el que tiene una creencia, no el Estado. Si prohibimos el pañuelo por este motivo, consecuentemente tendríamos que prohibir también que los chicos llevasen crucifijos, el razonamiento es el mismo.

Se puede seguir profundizando en otros puntos de fricción de este debate. Por ejemplo, los que están en contra del pañuelo exponen que se trata de un icono machista, del reflejo de una cultura retrógrada que va en contra de las libertades. Es decir, nosotros, que vivimos en una sociedad avanzada, reclamamos que aquellos que deseen instalarse en nuestras fronteras puedan hacerlo, pero bajo el precio de adscribirse a nuestras costumbres: si vas a nuestros colegios, sácate el pañuelo de la cabeza.

Lógicamente, cuando veamos una mujer con pañuelo en la calle, pensaremos en ella con compasión, porque sigue estando bajo el mismo peso opresor y machista, reaccionario. Entonces, nosotros, como valuartes de la civilización, deberíamos hacer algo al respecto. Si el pañuelo tiene que ser prohibido en las escuelas, también tiene que serlo fuera de ellas, moralmente ése es el deber. No tendríamos que dejar campar a sus anchas a este mal, a este retroceso, a esta coacción, nuestra obligación sería erradicarla en nombre de la igualdad. Si hay un problema, lo mejor es eliminarlo cuanto antes. No esperemos a que el progreso llegue a estas creencias por propia evolución, dentro de nuestros límites dediquémonos a un imperialismo de cocina. Porque todo lo hacemos por el bien de esta gente. ¿Lo hacemos realmente por su bien?

Llegados a este punto, hay propuestas razonables. Dado que sabemos interpretar el islam mejor que los propios musulmanes y hemos dado a la democracia todo el poder que necesita, vamos afrontar la profunda contradicción que se nos presenta. ¿Cómo voy a garantizar la expresión de la libertad de culto al tiempo que llevo a cabo la defensa de un modelo de vida válido y universal? Porque llevar un pañuelo en la cabeza no significa ocultar partes de la mujer susceptibles de provocar deseos impuros en los hombres; significa, gracias al estudio del Corán que durante siglos hemos realizado en el Primer Mundo, un aplastamiento de los derechos de la mujer, la cual, por cierto, está totalmente en contra de portarlo, qué menos en alguien que pretende ser libre.

¿La mujer musulmana está en contra de llevar un pañuelo, atenta contra su felicidad? Al menos alguien debería tener la humildad suficiente para reconocer que no sabe la respuesta a este interrogante porque nunca ha formulado la pregunta a sus protagonistas. Todo lo demás es pura vanidad occidental.

La educación, la civilización, nunca debe ser impuesta, sólo enseñada. No podemos ir a un país desconocido y constituir una sociedad reflejo de la nuestra, sólo porque creamos que es lo correcto. Esto se llama colonialismo. Podemos transportar una cultura, mostrarla, pero no imponerla. El cambio tiene que estar en cada uno, eso es la verdadera justicia. Nuestra felicidad no es universal.

Del mismo modo, no podemos homogeneizar nuestro propio país. Es imposible hablar de democracia mientras se controla el pensamiento, mientras se aplica un rodillo orwelliano, mientras la palabra prohibir esté a la orden del día. ¿Prohibir un pañuelo? ¿Lo prohibiría un niño, hasta ese punto hemos llegado?

Se puede empezar por ahí, pero pronto todo sería radical. Pongamos el foco sobre nosotros, más cerca, llevando el razonamiento hasta el extremo. Si se trata de ser integradores, de tener una mentalidad abierta al futuro, hacia lo bueno, contra lo retrógrado, ¿qué pasa con toda esa gente que cree que los homosexuales son enfermos, o que no deberían casarse o que no deberían adoptar? ¿Acaso no es esto un retroceso, es que no va contra el avance? ¿No es este pensamiento una lacra? Entonces, ¡prohibámoslo! Prohibamos las manifestaciones de estas personas, estas sucias mentes que se mueven contra corriente, entorpeciendo el progreso. Prohibamos su forma de pensar, prohibamos sus cruces, prohibamos, al fin, su existencia.

Por eso yo digo:

Por la libertad, mata a tu abuela. Por el futuro, mata a tu abuela. Por el bien.


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