domingo, abril 09, 2006

Un oasis en el desierto del fútbol

El mundo del fútbol es el mundo entero. Desde su conversión en negocio o circo -o religión-, la personalidad de sus artistas se ha transformado en divinidad, desde arriba parecen vernos o nos ven, realmente, y nosotros los adoramos por las virtudes que elevan más allá de lo deportivo: el dinero, el glamour, la fama. Son el espejo en el que deseamos mirarnos o al que soñamos adherirnos, siendo más, pisando más alto. Niños o abuelos que golpean lejos el balón, que entienden la existencia como un continuo domingo, cansados de banquillo. Tenemos que ser fútbol, pero en esa forma de deber yo quiero ser uno sólo: Juan Román Riquelme.
En ese desierto retórico e hipócrita de futbolistas, de imbéciles multiplicados, de palabras de políticos (¿por qué hablan como hablan, qué necesidad tienen de expresarse como lo hacen?), hay un oasis que es el jugador argentino. He llegado a admirarlo por su brillo, no el de la camiseta amarilla o el del talento de sus pies, sino el de su calidad humana. Su paso por España lo ha hecho todavía más persona, y esa es su verdadera grandeza.
Encumbrado en Boca, en Argentina, llega a nuestro país de la peor manera. Un Barcelona desestabilizado, derrotado, lo secuestra y, nada más pisar tierra, le cierra la puerta. Van Gaal no cuenta con él y pasa un año oscuro sin apenas jugar. Los medios de comunicación lo condenan con un "está acabado" y le preparan su tumba. Parece que Riquelme ya no es alguien.
Ficha por el Villarreal, un equipo modesto, sin prestigio, aparentemente un gran paso atrás en su carrera. Desde el punto más bajo, renace. Se pone las botas y tira del carro: clasifica a los valencianos para la UEFA, los lleva a semifinales y, a los dos años, como un historiador anticipado, los mete entre los cuatro mejores conjuntos de Europa. Evidentemente, no ha sido un trabajo únicamente suyo, tiene 22 compañeros que lo apoyan pero, ¿estaría el Villarreal donde está sin él?
¿Qué pasa por la cabeza de Riquelme? ¿Qué ha sido de su ánimo cuando las mismas personas que lo asesinaron con titulares ahora lo resucitan, cuando todo un pueblo está suspendido de su jugada? Lo mismo que en los tiempos en que aprendió a jugar al fútbol en una calle desgastada de Argentina: la vida es dura y hay que luchar y ser agradecidos. Y humildes.
No conozco a nadie más honesto, sincero y modesto que él en nuestra liga. Es el único capaz de decir, después de clasificarse para octavos de la Champions: "Somos un equipo pequeño. Tenemos que esforzarnos por seguir en Primera División, ese es nuestro objetivo. ¿Que jugamos bien? El Barcelona sí que juega bien, a ellos sí que da gusto verlos en el campo. Nosotros sólo podemos luchar". Y añadir: "Yo no me merezco nada. ¿Qué he hecho? ¿He salvado vidas, he descubierto cosas? Yo sólo juego al fútbol, es lo único que sé hacer, por mí y por mi familia. Desgraciado es pensar que soy más que una persona cualquiera".
No esconde nunca la verdad, si no juega bien no es por la presión del ambiente, por el marcaje del rival, por el árbitro, por la pesadez del campo, es porque no se ha esforzado lo suficiente. Los que buscan los errores más allá tienen miedo a perderlo todo. Él no tuvo nada y en ese vacío se forjó la persona que no olvida, por eso su fútbol es más humano incluso fuera del césped.