jueves, abril 06, 2006

Bandas sonoras

El cine y la música son dos grandes amigos. Es muy difícil imaginar una película relevante en la que no se busque una banda sonora original, de la mano de los compositores más afamados y con una trayectoria más pesada en el mundo del celuloide. Con colaboraciones habituales, se van formando parejas de artistas que se convierten en hermanos ante cada nuevo proyecto, las más famosas: Steven Spielberg-John Williams, Sam Mendes-Thomas Newman y Cine Europeo-Yan Tiersen.

La gloria de esta producción musical no es efímera, porque director-compositor se conocen bien y ambos saben qué buscar. Un sentimiento, un pensamiento, una imagen de director son un acorde, un arpegio o una melodía de un compositor que comprende el valor plástico de la música. Y ese es, quizá, no el valor sino el gran error de este género. La dependencia, no hablamos ya de evocación per se.

Desde Gershwin, que fue el primer gran nombre de esta colaboración entre las dos formas de arte, la música ha perdido su independencia. Y es lógico, pero también es perturbador. Las bandas sonoras se enlazan a un fin exógeno y su fuerza, su esencia, es la energía de una visión, por eso tienen un gancho sobre el público que cree amar una armonía pero que lo que hace, en realidad, es apreciar un himno que se supedita a otra historia.


No es malo este género desde el punto de vista de la calidad, se cuentan, aunque como unicornios, algunos trabajos estupendos. Sin embargo, desde la perspectiva creativa, la labor de estos compositores se está contaminando: viven al servicio de los directores, de su forma de calibrar, y dependen de un estado. Es decir, la música no es libre y, a fuerza de un estilo de las películas, se forja una monotonía de las elaboraciones sonoras.

Puede parecer que la obra maestra sucede a la obra maestra, que la melodía que emociona sigue a la melodía que emociona, pero lo que ocurre, realmente, es el plagio detrás del plagio, la inspiración pisada por la inspiración. Como compositor, tienes una fórmula que funciona y te sometes a ella, porque representa la forma de pensar de un director en su película y eso hace avanzar la forma final total. La música, entonces, es admirada por la audiencia, que la percibe como parte, no como todo, y en esa metonimia está su perdición porque no es una obra de arte plena. ¿Qué es una banda sonora sin película? Un cráneo, una caja, un mueble, algo que rodea pero que no llena porque el sentimiento original no le pertenece.

Por eso, John Williams es Wagner después de Wagner, Yan Tiersen es Chopin tras Chopin y Thomas Newman es siempre él, pero siempre él, en un camino llano, aunque, al menos, éste último sabe escoger bien sus títulos y eso le mantendrá vivo más tiempo. Más allá de un éxito puntual o continuado, los tres significan la muerte del sonido contemporáneo porque se pliegan y claudican, dejando que la fórmula se imponga al talento.

¿Qué pasaría si los compositores dirigiesen las películas?