Elisa
Silenciosa y pausada, tímida, como era ella, así nos dejó, solos. Elisa, mi bisabuela, o acaso únicamente su cuerpo, dejó de vivir esta mañana tendida en su cama. Es cierto que la muerte nos rodea a todos, como una costumbre, pero, a veces, más allá de una tristeza húmeda y monótona, llega a convertirse en un hecho extraordinario. Porque algo fuera de lo común ha sido Elisa, que sólo ahora se rinde plácidamente y baja los párpados exhausta, después de una lucha de 111 años.
No me importa ya si ha sido la mujer más vieja de Galicia, de España o de sabe dios qué frontera. No me importa que su fallecimiento haya cortado de raíz una estúpida ilusión de continuidad y de suma, de record, de escalar por encima de edades y de sueños. Cuando el cuerpo ya no está, el orgullo se transforma.
No puedo amar los músculos o los huesos que se deshacen, pero puedo querer al recuerdo. Sentir la memoria plena de fuerza de alguien a quien no hirió el dolor de la viudez, que conservó siempre la inteligencia y la fe suficientes para sacar adelante a sus dos hijas allí donde el hambre se te clavaba dentro. Gracias a su energía, mis dedos la homenajean hoy.
Con el tiempo, una cadera débil la tumbó de por vida en una cama. Ya no era la madre, pasó a ser la hija. Los cuidados que había entregado a sus descendientes volvieron a su piel, que nunca más estaría sola o fría. Marina y Regina fueron sus ángeles, los que a través de los años la prepararon para ser inmortal. Porque en este momento lo es, dejemos de contar.
No me importa ya si ha sido la mujer más vieja de Galicia, de España o de sabe dios qué frontera. No me importa que su fallecimiento haya cortado de raíz una estúpida ilusión de continuidad y de suma, de record, de escalar por encima de edades y de sueños. Cuando el cuerpo ya no está, el orgullo se transforma.
No puedo amar los músculos o los huesos que se deshacen, pero puedo querer al recuerdo. Sentir la memoria plena de fuerza de alguien a quien no hirió el dolor de la viudez, que conservó siempre la inteligencia y la fe suficientes para sacar adelante a sus dos hijas allí donde el hambre se te clavaba dentro. Gracias a su energía, mis dedos la homenajean hoy.
Con el tiempo, una cadera débil la tumbó de por vida en una cama. Ya no era la madre, pasó a ser la hija. Los cuidados que había entregado a sus descendientes volvieron a su piel, que nunca más estaría sola o fría. Marina y Regina fueron sus ángeles, los que a través de los años la prepararon para ser inmortal. Porque en este momento lo es, dejemos de contar.