martes, marzo 28, 2006

Elisa

Silenciosa y pausada, tímida, como era ella, así nos dejó, solos. Elisa, mi bisabuela, o acaso únicamente su cuerpo, dejó de vivir esta mañana tendida en su cama. Es cierto que la muerte nos rodea a todos, como una costumbre, pero, a veces, más allá de una tristeza húmeda y monótona, llega a convertirse en un hecho extraordinario. Porque algo fuera de lo común ha sido Elisa, que sólo ahora se rinde plácidamente y baja los párpados exhausta, después de una lucha de 111 años.

No me importa ya si ha sido la mujer más vieja de Galicia, de España o de sabe dios qué frontera. No me importa que su fallecimiento haya cortado de raíz una estúpida ilusión de continuidad y de suma, de record, de escalar por encima de edades y de sueños. Cuando el cuerpo ya no está, el orgullo se transforma.

No puedo amar los músculos o los huesos que se deshacen, pero puedo querer al recuerdo. Sentir la memoria plena de fuerza de alguien a quien no hirió el dolor de la viudez, que conservó siempre la inteligencia y la fe suficientes para sacar adelante a sus dos hijas allí donde el hambre se te clavaba dentro. Gracias a su energía, mis dedos la homenajean hoy.

Con el tiempo, una cadera débil la tumbó de por vida en una cama. Ya no era la madre, pasó a ser la hija. Los cuidados que había entregado a sus descendientes volvieron a su piel, que nunca más estaría sola o fría. Marina y Regina fueron sus ángeles, los que a través de los años la prepararon para ser inmortal. Porque en este momento lo es, dejemos de contar.