miércoles, marzo 29, 2006

Rituales

Y añadiría los entierros. Los odio.

Me revienta la parafernalia. Me revienta la hipocresía. Me revienta la inacción, la espera triste, la exposición. Me revienta estar en el tanatorio, detrás de la larga fila de rostros desconocidos que te regalan su pésame, te dan la mano afilada y te hablan como un gran actor de teatro. Me revientan las cotorras imbéciles, incapaces de callar y pesar, simplemente. Necesitan, como su propia sangre, revolotear en el ambiente negro y soltarte sus picotazos. Te miran con ojos bañados de colirio: “Qué bonita está”. ¿Qué quieres decirme con eso? ¿Qué esperas que te responda: “Sí, un gran trabajo de las maquilladoras” o “Es lo que tiene el rigor mortis”?

Las escenas religiosas, de misa, me sacan de quicio. El discurso improvisado, patético, documentado en la habladuría de los vecinos de una parroquia minúscula, con la música sacra de teclado de cuatro octavas, la voz del cura con sus agudos y su vibrato final, como un cantante de orquesta de verano, el levantarse y sentarse, levantarse y sentarse, sobre el tobillo dolorido, roto.

La sonrisa de los que ven el ataúd, sintiéndose más vivos o trémulos por dentro, preguntándose con metafísica su destino. Agobiantes, uno tras otro, besando a las perdidas, detrás de su mirada ya borrosa, que los reciben como una bofetada, como una vergüenza, como una lágrima. Y después, ¿qué? El olvido, sus rutinas los absorben, han sido suficientemente generosos.

Por encima de tanta hipocresía, de tanta mentira, el dolor de los ojos de mi abuela era la única verdad.
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