lunes, diciembre 17, 2007

Al Gore en japonés (y un poco más)

Desde hace algún tiempo, y por malas influencias, he seguido diversos campos de la cultura japonesa: su historia, su religión y, particularmente, su expresión artística. En este aspecto, es necesario confesar que me han atraído, sobre todo, la literatura (desde los haikus hasta Kenzaburo Oé) y el cine (desde Kurosawa hasta Kitano). Pero, evidentemente, hablar de literatura y cine en Japón es hablar también de manga y anime.

Concretamente, con el pudor de sacar a la luz este sucedáneo de frikismo, dentro de esta parcela del arte he ido acumulando admiración hacia Hayao Miyazaki. ¿Y quién es Hayao Miyazaki? Vayamos por partes.

Miyazaki es, probablemente, uno de los autores japoneses más conocidos en la actualidad -por un segmento no muy amplio de la población, eso sí- gracias al compromiso de Disney de distribuir sus películas de animación por todo el mundo. Fruto de esta colaboración tenemos más recientemente títulos como "El Castillo Ambulante" o "El viaje de Chihiro", gandadora, entre otros premios, del Oso de Berlín a la Mejor Película y de un Oscar como mejor cinta de animación en 2002.


Es habitual pensar que los directores de animación y dibujantes tienen como público predilecto al infantil, dado que el binomio dibujos-niños está anclado al pensamiento general. Sin embargo, en el caso específico de Miyazaki, este axioma está todavía más fuera de lugar, porque el significado de sus obras traspasa con mucho los puntos de vista de un espectador joven.

Las historias de Miyazaki tienen dos ingredientes fundamentales que las hacen trascendentes: por un lado, la imaginación y, por el otro, la profundidad. Por estas dos razones, en ocasiones resulta complicado hallar el verdadero sentido de su mensaje, aunque esto no significa que no logre transmitir algún tipo de reflexión que acabamos interiorizando.

Existen también motivos que se repiten en sus trabajos y que nos ayudan a comprenderlos. Por ejemplo, la pasión por los cerdos, el protagonismo de los personjaes femeninos, la tendencia a la fábula y, quizá por encima de todo, la omnipresencia de la naturaleza, de la ecología. Así, títulos como "La Princesa Mononoke" o "Nausicaa del Valle del Viento", son reflejo de una actitud que Miyazaki tiene presente.

Una historia suya comienza casi siempre como un hecho con cierto grado de verosimilitud en el que se irán acumulando los elementos fantásticos hasta confeccionar una especie de cuento. Pero un cuento con una capacidad de ahondar especial, que va más allá del relato infantil a través de una vertiente filosófica. Y, cruzando esta vertiente, plagada de símbolos, llegamos a una reflexión excepcional.

Los dos ejemplos anteriores de "La Princesa Mononoke" (la película más vista de la historia en Japón) y "Nausicaa del Valle del Viento" son reveladores. Ambos muestran una naturaleza, un planeta que agota su existencia por el maltrato del hombre, por el egoísmo de un ser humano a la caza de sí mismo. Aparece esa predestinación de los hombres a su autodestrucción, donde el odio arrastra todo a su paso, donde nada permanece.


En este punto apocalíptico, sólo los héroes pueden salvar el mundo. No obstante, los héroes -las heroínas- de Miyazaki sólo van armados de amor: el amor a la Tierra y el amor a los hombres es la única fuerza que puede construir sobre el vacío; el resto, el odio, son fuerzas destructivas. Esa es la cuestión que propone: ¿sabremos amar para salvarnos?

Por eso es un autor espléndido, porque sabe combinar la imaginación con la trascendencia, porque su perfeccionismo no es únicamente estético, sino ético, de pensamiento. Y si a esto añadimos su capacidad para crear mitos, para formar símbolos, estamos hablando entonces de un mundo paralelo en el que conocernos, una religión que ofrece soluciones, claves, para nuestra lucha.

Por eso me gusta.